Traigo por aquí, la que va a ser (si tienen a bien publicarlo), mi primera colaboración con la revista "El prau", de la asociación El Castillo de Langa del Castillo. Espero que ésta sea la primera de muchas, desde comentarios de libros, pasando por cosas de castillos, relatos, o todo aquello que se me ocurra, como el tema del que trato en esta primera ocasión, los recuerdos felices de niño.
Este sol de la infancia.
Decía el poeta Rainer Maria Rilke
que la verdadera patria del hombre es la infancia. A ella se regresa en los
momentos que todo se derrumba, donde nos refugiamos cuando el presente nos
supera. A estos recuerdos, debió de volver el también poeta, Antonio Machado,
cuando cansado y triste, por un exilio forzado, dejó su vida en Collioure. Días
después de su muerte, su hermano recogía sus cosas de la pensión, y encontraba
en el bolsillo de su viejo abrigo, los que fueron sus últimos versos “Estos
días azules y ese sol de la infancia”.
Sin duda, envuelto en una gris realidad, se aferró, a aquellos recuerdos
de su niñez.
Qué importantes los recuerdos
infantiles. Crean las raíces que hacen no tambalearnos, que nos aferran a las
tradiciones, al entorno, que nos dicen quiénes somos y de dónde venimos.
De niño yo era huérfano de pueblo.
Vivía en una pequeña ciudad, donde los usos y costumbres en aquella época, no
distaban mucho de la vida en un pueblo, en cuanto a que la calle era una
extensión de la casa, que el entorno estaba controlado y era seguro,
cruzándonos con personas que nos conocían y sabrían encontrar a nuestros padres
en caso de algún percance. Lo que realmente diferenciaba el vivir en un pueblo
o en una ciudad, por pequeña que ésta fuera, era el flujo de población a la
llegada de la temporada del verano. Las ciudades, llegado el tiempo estival, se
vaciaban, buscando su población, las playas, los pueblos o diferentes destinos,
lejos de su rutina diaria. Por el contrario, los otros, recibían un aluvión de
visitantes, antiguos vecinos que
marcharon a la capital, o familia de los que aún vivían en el pueblo, forasteros
curiosos, o los que tenían todavía su casa y llegadas estas fechas la dotaban
de nuevo de vida y alegría. Las calles volvían a llenarse de bicicletas, risas
y carreras de los chavales y chavalas que volvían, por estas fechas.
Un pueblo en verano es todo alegría,
peñas, fiestas, conversaciones a la fresca, aire libre, libertad, aventura y un
lugar estupendo para ser niño.
En verano, la ciudad, es una postal
desolada, el aburrimiento hecho asfalto.
De un tiempo a esta parte, mi
orfandad ha desaparecido, pues he sido adoptado por Langa del Castillo. Pero,
sin ninguna duda, el mayor beneficiado de esta adopción es mi hijo Mario, que de
esta manera, pasa varias semanas de sus vacaciones con sus abuelos. Juega en la
calle, hace amigos, a todos saluda y les cuenta sus cuitas, va al regachuzo, al frontón, al parque a jugar
con los columpios, pasea hasta el Paso,
cogiendo palos y espigas, se baña en la piscina y acaba el día agotado, de
manera, que al día siguiente, alarga la hora de despertar, para alegría de los
yayos.
Los veranos pasados y los que quedan por
venir, tejerán en su mente de niño, unos pensamientos felices, a los que podrá
recurrir cuando la vida no le sea demasiado benévola, aunque espero y deseo,
que nunca se encuentre, en similares situaciones, como las del desdichado
Machado. Pero ahí estarán sus raíces, reconocerá a los suyos y sus lugares, al
que de alguna manera pertenece y eso ayudará a imprimir su carácter.
Este es el primer regalo que dicen que hay que conseguir para nuestros hijos, el segundo
son las alas. Para volar lejos, alcanzar los sueños, ser autónomo, Pero ésta
ya es harina de otro costal.
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