El romancero
Todos los años, con la llegada
del buen tiempo, el pueblo celebraba sus fiestas de primavera, en honor a un
santo que nunca paseó por aquellas calles, ni bebió de sus mismas fuentes, pero
por no se que extraña razón, su destino aparecía enredado en aquella villa y
sus festejos anuales, romería incluida. Santa tradición de una aldea montañesa
que se sacudía el olvido y el abandono
engalanando sus calles y vistiéndose de fiesta.
Con el deshielo y con motivo de
esas fechas señaladas, los caminos volvían a acoger a caminantes, buhoneros,
mercaderes y hasta feriantes. Pero si había alguna cosa que esperaban, tanto
chicos como grandes, era a aquel hombre, que cada año y ya nadie recordaba
desde cuando; llegaba a sus calles para contarles historias de reyes y
princesas, de caballeros y aventuras, dragones y brujas, de tierras lejanas en
las que el sol no se ponía jamás y de mares inhóspitos y llenos de peligros que se
tragaban barcos y marineros sin contemplación.
Le llamaban de muchas maneras,
pues ninguno conocía su nombre verdadero: cuentacuentos, el señor de las
historias, fabulista, romancero... Dormía en las eras y comía de lo que desde
las casas le daban, que no era poco, de tal modo que llenaba su zurrón tanto,
que parecía que iba a estallar por las costuras. No sabían de dónde era, de la
zona seguro que no, hablaba sin acento del lugar, ni tenía dejes que revelaran
su cuna. Su rostro cetrino, ajado por el sol y el polvo de los caminos, la
edad, avanzada, un poco encorvado, pudiera decirse que incluso ya anciano. Sin
embargo su figura era querida y apreciada y su llegada era motivo de alegría
para todo los lugareños. Acabadas las fiestas, a los pocos días, sin que nadie
se diera cuenta, igual que había llegado, desaparecía. Todos suponían que a recorrer
nuevos caminos, contar nuevas historias y conocer otras, a cargar su zurrón de
nuevas vivencias, mientras en el pueblo volverían a su día a día y a ganarse la
vida, a costa de dejarse la suya propia, en las duras jornadas de sol a sol que
les imponía la montaña.
Las noches que estaba en el
pueblo, buscaba un lugar cercano a la hoguera de la plaza y con voz pausada
pero grave, iba desgranando vidas y hechos, trayendo a aquel pueblo del Pirineo
imágenes y sonidos de lugares lejanos y remotos. Unos días deleitaba a mayores
y hablaba de cosas rotundas y complejas y otras veces a los pequeños, con
peripecias divertidas y cercanas, o hacía soñar a las casaderas con amores
esforzados e imposibles. Los habitantes escuchaban las narraciones sin
pestañear, mientras de fondo crepitaba el fuego y las brasas bailaban ante sus
ojos. Viajaban sin mover los pies, soñaban sin dormir, vivían vidas que nunca
habrían imaginado, sufrían, lloraban o reían según tocara y cuando el viejo
acababa, notaban latir su corazón con el poso de lo escuchado y se acostaban
sabiéndose un poco más sabios, un poco más vivos.
©Jesús J. Jambrina
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