sábado, 18 de marzo de 2017

Muñecos.


 
Muñecos.

            Nunca me gustó romper muñecos. A eso empecé algo más tarde.

            Mi adolescencia no fue ni mejor ni peor que otras y no tuve unos padres ausentes ni excesivamente controladores Actitudes que justificarían desviarme por exceso o defecto, de los caminos que me marcaban los frailes. Lo que si tuve es una tremenda curiosidad, una gran capacidad de aprender y muchas oportunidades de pasear por caminos paralelos a los recomendados.

Aprendí a besar y fumar, antes que muchos otros. Escuchaba discos en la bolera o en casa de amigos, y rondábamos siempre los límites de lo que nos permitían nuestros mayores. Siempre con poco dinero, fruto de pagas exiguas y rácanas más orientadas a comprar chicles y pipas que cerveza y vino rancio. Pero la imaginación además de hacernos grandes generales, astronautas o futbolista, también nos daba el desparpajo necesario, para echarnos a la calle, a machacar canciones de las que escuchábamos en los tocadiscos de los hermanos mayores de otros, o en las jornadas interminables de billar.

Con un par de guitarras empezamos tocando en algún bar y poco después empezó a llegar el dinero haciendo bolos por pueblos, por festivales y salas de fiesta. Nos animamos a grabar una maqueta de nuestras versiones e incluso me atreví a componer una canción de nuestras correrías. Después vinieron algunas más y los primeros éxitos.

Es entonces cuando le cogí el gusto a romper muñecos. Me convertí en un déspota cruel. Sentía un extraño placer haciendo daño a los demás. Como aquella noche después de una actuación en que estampé un vaso de tubo en la cara del batería, porque se adelantaba a mi entrada. Así rompí nuestro incipiente grupo, la relación con el manager, discográficas y lo que al final más me dolió: rompí a aquella chica que lo dejó todo para estar conmigo y con la que compartí, sin duda, los dos mejores años de mi vida.

En una de aquellas tardes de furia, la dejé deslavazada a mis pies, diciendo todo lo que nadie le debería decir a otro nadie. Era un ser despreciable que había llegado al paroxismo. Todo el mundo me había abandonado, fue la última en hacerlo, pero  al final convivir con un monstruo no es fácil y no le quedó otro remedio, llevando en su entraña el fruto de aquellos destellos de amor.

Así comencé mi andadura en solitario, viajé, toqué en todo tipo de sitios y aprendí que romper cosas y gente no trae nada bueno. Cuando nació mi hija  estaba muy lejos de ella aún estando en la misma ciudad. No quise sabe nada, ni me hubiera dejado su madre. Pero cuando mi vida se empezó a cubrir de polvo y canas, me acordé que una parte de mi, estaba por este mundo. La busqué y el que busca halla, y así supe de su vida, de sus amores, de su trabajo y de su hijo.

Todas las tardes me sentaba delante de aquella terraza por donde sabía que pasarían e incluso algunos días ella tomaba allí un café o una cerveza. Tocaba de manera intencionadamente distraída, ellos no sabían quién era yo. El pequeño tenía buen oído y se acercaba a escuchar las melodías que salían de las cuerdas de mi guitarra. Estaba decidido a volver a cuidar de mis muñecos.

©Jesús J. Jambrina  

 

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