El mes de agosto deja sus estragos en la ciudad.
Las terrazas proliferan aún más que en meses anteriores, las calles se vacían y los aparcamientos aparecen por arte de magia y ensalmo.
Las ciudad ralentiza su pulso y llegar a los sitios resulta más cómodo y rápido.
El vaciado de las vías urbanitas, es directamente proporcional al llenado de las orillas de las diferentes playas de nuestra piel de toro.
Otros optan por el turismo de cercanía, ese rural y de raíces.
Aquí quedamos los afortunados guardianes de los pocos puestos de trabajo que quedan, al pie del cañón, no vaya a ser que nos vayamos y o bien alguien haya ocupado nuestro puesto, más joven, más preparado y sobre todoooooooo... más barato, o la empresa haya desaparecido o se haya des localizado, a un paraíso de esos llamados fiscales.
Hace poco vi en la tele a los padres de la patria hablando de no se qué, qué me se yo, pero dijeran lo que dijesen, tenían cara de que no se lo creían ni ellos.
El resto de lo que llevamos de verano, un tren terrible, que nos estremeció hasta lo más profundo, un castillo rodeno y algo de calor, pero sin pasarse.
Cuento los días para mi tiempo de asueto, de nuevo el corazón repartido por la geografía y los días ya agotados antes de empezarlos. La maldición de nuestros días.
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