El hombre más viejo del mundo
Era verano, era el tiempo de la subienda de los peces, y hacía una incontable
cantidad de veranos que don Francisco Barriosnuevo estaba allí.
—Él es un comeaños —dijo la vecina—. Más viejo que las tortugas.
La vecina raspaba a cuchillo las escamas de un pescado, las moscas se
restregaban las patas ante el banquete y don Francisco bebía un jugo de guay aba.
Gustavo Tatis, que había venido de lejos, le hacía preguntas al oído.
Mundo quieto, aire quieto. En el pueblo de Majagual, un caserío perdido en
los pantanos, todos los demás estaban durmiendo la siesta.
Gustavo le preguntó por su primer amor. Tuvo que repetir la pregunta varias
veces, primer amor, primer amor, PRIMER AMOR. El matusalén se empujaba
la oreja con la
mano:
—¿Cómo?
¿Cómo dice?
Y por fin: Ah, sí.
Balanceándose en la mecedora, frunció las cejas, cerró los ojos:
—Mi
primer amor…
Gustavo
esperó. Esperó mientras viajaba la memoria, gastado barquito, y la
memoria tropezaba, se hundía, se perdía. Era una navegación de mucho más de
un siglo, y en las aguas de la memoria había mucha niebla. Don Francisco iba en
busca de su primera vez, la cara contraída, estrujada por mil surcos; y Gustavo
miró para otro lado y esperó.
Y por fin don Francisco murmuró, casi en secreto: Isabel. Y clavó en la tierra
su bastón de cañabrava, y apoy ado en el bastón se alzó de su asiento, se irguió
como gallo y aulló:
—¡Isabeeeeeeeel!
Eduardo Galeano.
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