Trilogía del Señor de los Anillos: Las dos
torres
La batalla de Cuernavilla
El rey Théoden sabía que la resistencia no se podría prolongar mucho más
y que de seguir las cosas así, ésta sería su tumba y la de todos los defensores
y refugiados tras sus muros. Su decisión no podía ser otra que morir como un
rey, encima de su caballo y enfrentándose cara a cara con las fuerzas de la
oscuridad. Moriría luchando antes que quedarse encerrado entre cuatro muros,
sin esperanza de salvación. Decidió por tanto que a la mañana siguiente haría
sonar el cuerno de Helm y sería la señal para que acompañado por su guardia,
cargase a caballo contra la masa que
atenazaba la fortificación.
El amanecer del día siguiente se rompió con un rugido y una inmensa
llamarada que se llevó por delante, la bóveda de la puerta de Cuernavilla,
colapsándose toda la muralla principal. Los orcos dieron grandes gritos y se
arremolinaban a los pies de los restos del muro preparados para lanzar el
ataque definitivo. Súbitamente sonó el gran cuerno de Helm en lo alto de la
torre. Su sonido se extendió por todo el abismo y esté le devolvió el eco como
si otros cuernos fuera soplados en respuesta. Las tropas oscuras se
estremecieron creyendo que un gran ejército se precipitaba hacia ellos. Un
clamor se elevó desde el interior de la maltrecha fortaleza. Los jinetes
gritaron con todas sus fuerzas: ¡Helm!¡Helm!¡Helm ha despertado y retorna a la
guerra!¡Helm ayuda al rey Théoden! En medio del clamor de aquellas gargantas,
apareció el rey montado en su caballo, a la derecha Aragorn y tras ellos los
Señores de la Casa de Eorl el Joven. La luz del día iluminó el cielo. Théoden
llamó a la carga a sus Eorlingas y se arrancó al galope. Tras él, el resto de
jinetes, acero, cuero y rabia. Entraron como un torrente a través de las
huestes de Isengard, detrás de ellos los hombres que se habían refugiado en las
cavernas, que se sumaron al ataque conscientes de que era su única opción.
Aragorn apretaba sus rodillas sobre su montura, mientras descargaba con saña su
espada y no dejaba de recordar las palabras de Gandalf: Espera mi llegada
con la primera luz del quinto día, al alba mira al este.
No todo estaba perdido, el mago no faltaría a su palabra, en breve lo verían aparecer, en el horizonte, al frente de los leales a Rohan y del ejército al completo de Gondor. Su presencia haría retroceder a los enemigos y los cuernos volverían a vibrar para celebrar la victoria de hombres y elfos. Había que aguantar un poco más y Gandal vendría.
La carga del rey y sus valientes continuaba, pero el
desconcierto inicial de las huestes de
Saruman estaba remitiendo y desde el fondo del valle se estaban reorganizando
en cerradas filas para enfrentarse a los bravos jinetes. Los rohirrim y sus
aliados seguían golpeando y abriéndose paso, aunque su avance se hacía cada vez
más lento, por cada uruk-hai que caía,
otros dos ocupaban su lugar.
Aragorn miraba al este, escudriñaba el horizonte, el sol se elevaba y las
primeras luces ya despuntaban. No había señal del mago. Apretó los dientes y de
nuevo espoleó a su montura a la vez que daba un certero tajo sobre el cuello de
una de aquellas criaturas. Si hoy tenía que ser su último día, no sería en
vano.
Los brazos pesaban cada vez más, los ijares de los
caballos blanqueaban de sudor, sudor que también resbalaba por la espalda de
los guerreros que los dirigían y el enemigo se hacía cada vez más denso. La
acometida perdía fuerza, engullida por las nutridas columnas de orkos.
Ya apenas podían avanzar, tal era la densidad de la
hueste enemiga. La mortandad entre los jinetes se incrementó, una vez aminorado
su paso. Los fieles a Théoden cerraron
filas a su alrededor, ya no veían a los desdichados que les habían seguido a
pie. Los cientos de uruks se cerraban sobre ellos como una tenaza de hierro.
Aragorn miraba al este, el sol coronaba el cielo, no tenía miedo a la muerte.
Avanzó hasta ponerse al lado del rey, éste le miró, irguió la cabeza y con sus
últimas fuerzas gritó: ¡Avanzad sin temor a la
oscuridad! ¡Luchad, luchad jinetes de Rohan, caerán las lanzas, se quebrarán
los escudos, pero aún restará la espada! ¡Cabalgad, galopad, cabalgad hasta la
desolación y el fin del mundo!... ¡MUERTE!
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