Regreso al pueblo.
Las espigas
bien granadas se mecían con la leve brisa de una tarde de julio. Los campos,
dorados hasta donde alcanza la vista. No en vano la llaman la tierra del pan y
el vino.
De nuevo había
brazos para trabajar el campo y éste, después de años en barbecho, era
agradecido.
Hacía tiempo
que no volvía por allí. De hecho, maldita la gracia volver, la última, vez
pensaba que no habría otra.
Apenas a tres
kilómetros de la capital, había decidido acercarme andando.
El pueblo
estaba como siempre, las casas arracimadas entorno a la carretera, sencillas,
pequeñas, con las ventanas diminutas y la llanura que las hacía parecer aún más
insignificantes.
Recostado en
la puerta de una de las primeras, pude distinguir a un viejo conocido. Recorrí
los pocos pasos que nos separaban.
—Hola Marcial
—Vaya Julián
¡Cuánto tiempo!
—Ya ves, de
vuelta a casa, bueno, si no tenéis inconveniente.—Aquello no le cayó bien, pude
ver la reacción de su rostro.
—¡Pero hombre,
cómo dices eso! Tu casa es, tus tierras, tus hermanos, tu pueblo.
—No parecía
que os alegrarais tanto la última vez
que estuve aquí, con el ejército rojo vencido y desarmado apenas unos días
antes—Vi como el rubor subía a sus mejillas.
—Eso fue cosa
de los señoritos de la capital, de gente de fuera. Tu nombre estaba entre unos
papeles del ayuntamiento.
—¿Y qué hacían
allí esos papeles, que necesidad había de que aparecieran? Además apuntados,
apuntados estábamos muchos, tú también. Era, y lo sabes bien, la relación del
sindicato agrario. Alguien les diría donde tenían que buscar y a quién buscarle
las cosquillas.
—Eran días
complejos. Esas cuadrillas de camisas azules hacían y deshacían a su antojo,
eran los amos de la situación.
—La
inscripción nos daba derecho a un saco de trigo. Ya ves tú que delito, un saco
de trigo. Las semillas de la cosecha del año.
—Sí Julián,
pero los falangistas andaban detrás de esas listas, de los afiliados al
sindicato.
—Pero la
guerra había terminado—Dije indignado.
—Sí, pero para
algunos apenas había empezado. Hicimos lo que pudimos. El mal rato lo pasaste,
pero estás aquí. Alguno colaboró con ellos, pero otros, como el alcalde, o como
yo, intercedimos y conseguimos que
nadie se fuera en esos camiones. ¿Cuántos no se fueron con ellos y en otros
pueblos acabaron en las tapias de los cementerios o en las cunetas de los
caminos apartados? Pero eso no pasó aquí ese día.
—¡Pero yo hice
la guerra entera! Hice su guerra. Me llamaron a su ejército y me la comí
enterita. Me bombardearon, me dispararon, pasé hambre, sed, frío y sobre todo,
sobre todo miedo, mucho miedo. Pensaba muchas veces que no íbamos a quedar
ninguno. Mientras ellos estaban en la retaguardia, buscando sus listas, sus
inquinas, sus intereses.
—Sí eso
también. Alguno ha hecho fortuna con este tipo de cosas. ¿Para quién te crees
que iban los bienes, de los que no tenían la suerte de bajarse del camión como
hiciste tú?
—Sí claro, la
culpa los de fuera. O como decíamos en las trincheras, la culpa es del muerto.
Lo curioso es que mis tierras no lindan con nadie de fuera, si no con gente de
aquí. Curiosamente, Marcial, la mayoría con las tuyas.—Y al decir esto no pude
evitar que la bilis me subiera a la boca—Pero yo hice la guerra con su bando,
me han ascendido, me han condecorado, he luchado y he dado lo mejor, no porque
pensara como ellos, sino porque había que seguir vivo, y para eso había que
hacer las cosas bien. Y así un año, y otro y otro, hasta que ganaron esta
maldita guerra. Y volví a mi casa con la tranquilidad de haber cumplido. Pero
me estaban esperando, me estaban esperando para matarme, por haber hecho
también lo correcto cuando trabajaba de sol a sol.
Ya no me miraba, había ido achicándose con cada una
de mis palabras. No apartaba la vista del revolver plateado que llevaba al
cinto y estoy convencido que pensaba que estaba viviendo sus últimas horas.
Apenas se atrevió a
balbucear—Conseguimos que no saliera el camión y que os soltaran a todos.
—No temas, no
he venido mas que a dos cosas. A despedirme de mis hermanos. Me he quedado en
el ejército y me voy a Ceuta por una buena temporada. Y a decirte que no te lo
tengo en cuenta. Al fin y al cabo fue cuestión de suerte, verdad. Suerte de
coincidir bajo aquella lona con el hermano del alcalde. O te crees que no fui
capaz de reconocerle. Así que poco mérito tienes tú en eso, pero lo dicho, sin
rencores, con Dios Marcial.
©Jesús J. Jambrina
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