De pequeño me gustaba jugar con figuritas. Las
guardaba en un tambor de cartón, rescatado del jabón de lavadora que compraba
mi madre. Allí se mezclaban indios y vaqueros, soldados alemanes, romanos,
guerreros medievales, dinosaurios, de plástico, articulados, pintados o de un
sólo color y de diversos tamaños y escalas. Cuando lo volcaba, de sus entrañas
salía vomitado un ejército multiforme al que durante horas tenía maniobrando a
mi antojo. Haciéndoles arrostrar los peligros mayores y batiéndose el cobre en
diferentes batallas y enfrentamientos con enemigos imaginados o reales.
Exhausto después de tanta muerte y resurrección, volvían a ocupar la panza del
cilindro hueco. Me duraron mucho más que mi infancia. Nunca me gustó romper muñecos.
©Jesús J. Jambrina
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