Recuerdo perfectamente, y no olvidaré nunca esa sensación; los amaneceres de primavera en Teruel.
Desde la ventana de mi cuarto veía reflejarse el sol en la fachada de un edificio de ladrillos que quedaba a la derecha, lo que era promesa de un cálido y primaveral día.
Al abrir la ventana, llegaba un fresco aroma, entre flores y ozono, tibio. Siempre he echado de menos ese aroma al abrir la ventana en Zaragoza, aquí muchos días te llega el olor que despide una papelera cercana, humos y ruido.
Aquellos despertares se hacían sin ruido de coches, sólo los pájaros trinaban para saludar a la primavera.
41 primaveras en mi haber, he perdido el aroma de mi niñez, la promesa del soleado día y la tranquilidad al despertar.
Ahora todo son prisas, tubos de escape y ajetreo.
O el mundo y la vida han cambiado o yo me he metido en la vorágine de una ciudad y una vida adulta que no entiende de luces y aromas, sino de objetivos, crisis y crispaciones.
Y aún con todo, cada día es un regalo, cada minuto un reto, cada encuentro una aventura.
Hay muchas cosas por hacer, muchos proyectos que llevar a cabo.
Lo de los sueños, cumplidos o no, se lo dejo a aquellos que en abril aún no han quitado el árbol de navidad. Yo prefiero realidades, luchar por lo que uno considera importante y el pragmatismo, que realmente convierte los anhelos en hechos.
A mitad de camino, ya no hay opción de volver hacia atrás, ni ganas, con un gran recorrido por delante, queda elegir bien la senda.
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