jueves, 15 de marzo de 2018

Pedaladas II 2018.



 
Hace un par de fines de semana visité Córdoba. No dejó de llover en los tres días que estuve por allí. Caía agua como si no hubiera un mañana. Los lugareños afirmaban que era algo nunca visto, tan seguido, tanta lluvia, tanto rato. Alguno nos pidió el teléfono para que en caso de una nueva sequía, en lugar de sacar al santo de turno en procesión, nos regalarían una estancia de varios días allí, para que el cielo regara la sedienta tierra hasta hartarla.
De vuelta a Zaragoza, de nuevo lluvia, el mes de marzo esta siendo lluvioso sin mesura, le va a quitar la rima a su vecino, el mes de abril. Y siguen anunciando agua, nubes y borrascas, al menos hasta el próximo lunes.
Tanta agua, que hasta tuve una reunión el martes y puse el símil de nubarrones de tormenta, de nubes negras y de aguaceros que arrastran todo a su paso. Estoy condicionado del todo.
Los charcos forman parte del paisaje urbano, la gente ha sacado sus botas de goma, los paraguas dibujan un nuevo skyline en las calles de la ciudad. El Ebro baja henchido, pletórico de caudal.
El agua cae y moja a todos por igual, buenos y malos, ricos y pobres, hombres y mujeres. Unos caminan apresurados por las calles anegadas, otros esperan en los soportales, hay quien busca un taxi y otros privilegiados se repantingan en el sofá con una mantita de felpa mientras escuchan el repiqueteo en los cristales.
Y de esta manera, este mundo empapado, despedía estos días a un niño, asesinado por un adulto que debería de haberlo cuidado y protegido, que formaba parte de su círculo de confianza. Para esos padres desconsolados, la lluvia  se instalara para siempre en su interior, y sólo deseo, que con el tiempo, ésta, amaine.
 

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