El coche coge la
curva suavemente, los neumáticos chirrian sobre la gravilla del camino,
el suelo esta mojado y la tarde se ha ido enfriando como un
caldero de bronce.
El chofer no se
ha vuelto en todo el trayecto y tampoco hemos intercambiado mas que las
palabras de rigurosa cortesía.
El cristal apenas
deja ver. Una mezcla de suciedad y agua, impiden una visión más nítida. Se
adivinan, mas que otra cosa, las líneas de arbustos que bordean la finca.
Nos detenemos.
Abro la puerta y
con un lacónico adiós me despido del conductor.
Lleno mis
pulmones de ese aire húmedo y fresco. Resbalan pequeñas gotas por mi gabardina
gris. Tengo frío. Es una sensación mucho más que física, realmente estoy
aterido, congelado. Ha llegado el momento.
La luz del portal
está encendida, las escaleras de piedra que llevan a la negra puerta parecen
más altas que hace cinco años.
El llamador
dorado rompe el silencio del atardecer.
Oigo pasos que se
aproximan.
Ahí está el viejo
mayordomo, con sus guantes blancos invitándome a pasar. Me estaban esperando.
Un ligero olor a
cedro y a madera tostada flota por el ambiente. Se oye el tintinear de
vasos, voces apagadas al final del pasillo. Deben de estar todos.
Mis pisadas
resuenan y me llevan hasta la misma puerta de la estancia principal. Desde allí
veo el resplandor de los troncos crepitando en la chimenea, el enorme cuadro
que preside el salón, los enormes ventanales por los que se cuelan los últimos
y tímidos rayos del sol, ligeramente apagados por las nubes.
Efectivamente,
están todos, sentados, con sus miradas fijadas en mi. Sólo él permanece en pie,
dándome las espalda, hasta que repara en mi presencia.
Gira lentamente,
mi pulso se acelera. Su sonrisa cruza de lado a lado su cara. Es todo amabilidad.
Me invita a pasar
y a ocupar un sillón que me había permanecido oculto tras su cuerpo.
Me siento, él
hace lo mismo. Están distribuidos en un semicírculo perfecto, donde yo soy el
centro de atención.
Ha pasado tiempo
me dicen. Ha llegado la hora de buscar en los bolsillos de ese tiempo, el
argumento, el razonamiento, los motivos, para que se me concedan otro nuevos
cinco años. Vivo de prestado me recuerdan. Y la renovación de ese préstamos
vence hoy.
Pienso lo que he
de decirles, el cómo he utilizado estos últimos cinco años, si quiero que
ellos, sus guardianes prorroguen esa gracia que se me ha concedido.
No es algo nuevo,
llevo preparando este momento desde el mismo instante, en que cinco años antes
me levantaba de este sillón con estos renovados cinco años de vida. Será fácil.
Concreto, conciso.
Los explico,
pausadamente, sin pasión. Relato el devenir de estos días, doy los argumentos
que considero se tienen que tener en cuenta. Me parecen más que relevantes.
Termino,
silencio.
Se miran entre ellos
y hay un asentimiento general.
Parece que la
cosa está hecha.
¿Parece? Un
momento...
¿Cómo que no he
viajado lo suficiente? ¿Qué pregunta es esa?¿Cómo que cuando ha sido la última
vez que me preocupé de alguien que no fuera yo?¿Familia?¿Que es eso de hacer
las cosas que me apasionen?
Pero he ganado
dinero, me he comprado los mejores coches, he comido en los mejores
restaurantes.
El dinero es mi
pasión. En eso me he centrado, lo demás es irrelevante.
¡Viejos
decrépitos! ¿Guardianes de qué?¿Mejorarnos cada día?¿No soy digno de más
tiempo?¿Otros se lo merecen más?
Me falta el aire,
el frío se ha apoderado de mis piernas y brazos, ya no les oigo. Mi tiempo se
ha acabado.
©Jesús J. Jambrina
Relato que escribí en un curso de escritura que estoy haciendo.
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