martes, 3 de mayo de 2016

Tristeza.


 
Hay días, sí, esos días, en los que vas a tu guardarropa y no encuentras otra cosa que ponerte que tristeza.
Buscas en la cómoda del dormitorio, rebuscas entre los cajones y sólo encuentras más tristeza.
Miras por la ventana y sólo ves un desolado paisaje, un zumo ocre que cubre los tejados y los árboles.
Los pájaros emigran a lugares más cálidos y alegres. Sólo se oyen ruidos de bocinas y coches acelerando.
Antes de salir abres el armario de la entrada y te pones tu abrigo de desesperanza, esperando quitarte ese frío que te quema hasta la entraña.
Caminas aterido, mientras, puedes ver tu propio vaho mientras respiras, como si te fumaras tu vida, como si pegaras fuego a tus esperanzas y tus sueños. Ves como se convierten en humo, cada vez que exhalas el aire.
Repites entre dientes aquello de cómo pudo sucederme a mí, porqué a mí, y sabes que la respuesta es simple y porqué no a ti. No eres tan especial, no eres único, tu historia es tan vieja como la misma humanidad. Y sufrirás o disfrutaras, pero esa vida te pasará por encima como una apisonadora, dejando reducidas a cenizas, bien compactas, todos esas ideas, esos anhelos de cristal, que explotan en mil pedazos debajo de ese inmisericorde rodillo en que se ha convertido tu existencia.
Así, aplanado, sin relieve, caminas por ese paisaje lleno de cráteres de explosiones, ese paisaje calcinado, lunar, mientras te aferras a ese abrigo, intentando impedir que el frío te devore el alma.

©Jesús J. Jambrina
 

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